Retrato y nostalgia
Ramelis Velásquez
Uno, dos, tres,
cuatro, cinco. Mírate los dedos, Laura Beatriz, cuéntalos mientras Eriberto te
toma la foto. Ahí estás paradita y detrás de ti el busto de la plaza. Fotos,
risas, los árboles, los que posan y solo fotografían la nostalgia. No te gusta
estar de espaldas a la estatua porque crees que unos brazos inmensos saldrán de
ella y te envolverán hasta llevarte a la profundidad de la tierra. Pero no se
te ve el rostro, ¡qué broma con esa brisa!
La mascota de
Matitica también está allí dando vueltas alrededor de los que quieren superar
el olvido; parece que se vino detrás de ella. Pero, ¿cómo puede venir un perro
desde Los Dos Caminos, y, además, desde los años 40? Bueno, es un animal especial.
Laura Beatriz visitaba con frecuencia a unas tías que vivían en la calle Zea y, en las noches, terminaba hablando y jugando con los difuntos. Penetraban las paredes y reían como niños, llegaban a la plaza y se volvían locos entre tantos árboles. Ella esperaba ansiosa el momento en que nuestros familiares del más allá la llamaran para hacer cualquier travesura. Con razón en muchas ocasiones no quería levantarse en las mañanas aludiendo un cansancio casi contagioso.
Una noche Laura Beatriz se sentó con tres amigas en la sala de su casa a escuchar música. Apagaron las luces y se quedaron juntas en el mueble grande. De pronto, Laura Beatriz murmuró: ¿Y si nos asustan? No había terminado de pronunciar la última letra cuando ya las amigas habían traspasado la puerta principal del puro susto. Laura Beatriz se había quedado estática, sorprendida por la rapidez de sus valientes amigas y por la forma en que habían salido de la casa. Pero en el momento en que reaccionó, emprendiendo al mismo tiempo la huida, sintió que le sacudieron el vestido. Después el sonido de la campanita, la espera, la curiosidad, para ver el perro que se estaba acercando a la puerta, pero casi nunca aparecía o lo hacía cuando le venía en gana. Ese perro de Matitica tiene como sesenta años de existencia en el otro mundo, y en éste también, decía la tía Carmen.
Lo que me gusta de todo es cómo a Laura Beatriz, a sus tías y a sus amigas les fascinaba fotografiarse con el perro fantasma. Luego, más interesantes resultaban esos rostros extrañados por la ausencia del animal. Se creían víctimas de una burla: Matitica muy sonriente sentada en una mecedora detrás del perro, Laura Beatriz agachada abrazando al perro. Crucita Gómez sentada con su mano derecha reposando en la cabeza del canino. Arcadia invitándolo a saborear sus vasitos de guayaba, la China Vásquez dándole un beso al perro. María Torcatt ofreciéndole un hueso y Margot, la lusitana, compartiendo su pan portugués con el perro. Pero, ¿dónde está?, ¿qué se hizo?, ¿cómo puede un simple animalito, de campanita en el cuello y pelaje negro, desaparecer de una foto?
Matitica, Laura
Beatriz y sus amigas comenzaron a obsesionarse con el perrito. Cada una había
comprado una campanita y la hacían sonar para atraer al animal. Tilín, tilín,
tilín... Era para morirse de la risa. Parecían sacerdotisas en una graciosa
danza con redobles de campana. Campaneando, campaneando... Así recorrían la
casa, sus pasillos, los cuartos, los baños, hasta el último y polvoriento
rincón.
Del libro El mundo fantasmal de Laura Beatriz. Caracas: Fundación Editorial El perro y la rana, 2010.
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