miércoles, 10 de septiembre de 2008


La niña que soñaba*
Rosario Anzola (poeta, investigadora, docente y cantautora venezolana)
(De cuando María Elisa tenía cuatro años)

(A los cuatro años el sueño es parte de la vida, como el aire o el sol o la comida. A los catorce años el sueño es parte del futuro, como la certeza de seguir viviendo. A los veinticuatro años el sueño es parte de una vida secreta que es necesario compartir. A los treinta y cuatro años el sueño está ubicado en la noche porque están todas las cosas asentadas. A los cuarenta y cuatro años el sueño comienza a tener algo de ayer y algo de mañana. A los cincuenta y cuatro años el sueño se desliza de nuevo por el día. Después de los sesenta y cuatro años, el sueño vuelve a ser urgencia, o parte de la vida como el aire o el sol o la comida).
Una  vez hubo una niña que le tenía mucho miedo a los caballos. Un día estaba mirando el cielo del patio y vio que las nubes se habían congregado en una alegre fiesta de rosados… Había distintas formas y colores, desde blancas con ramalazos rosa hasta unas nubes larguruchas que mostraban sus morados…Ya se le iban cansando los ojos, de tanto mirar y mirar, cuando de pronto apareció, ante su propio asombro, un radiante caballo que le hacía cabriolas desde una nube polvorienta. La niña, que soñaba, se apoderó de él y (con el consentimiento de la muñeca que llevaba en los brazos) le dio el nombre de “Caballo de las Nubes Color de Rosa”.
La niña era impetuosa y hablachenta, pero el caballo no quería hablar absolutamente nada. Lo único que se le oía era unas campanas de plata que llevaba amarradas a loas patas y que recordaban, de repente, a la música de “Arroz con Leche”. La niña no perdió su entusiasmo y comenzó a llamarlo desde el patio. Caballito –le dijo- Ven aquí…Jugaremos…Te montaré para que me lleves por todo el cielo a pasear…
De pronto, y con un galope vaporoso y musical, el caballo decidió por fin bajar hasta ella, colocándose una nube más abajo. No sé si pueda llevarte a pasear, porque soy el caballo que pasea las estrellas y… ¿sabes una cosa? (le dijo como en secreto y mirando para todos lados) son celosísimas…Hasta se pelean por mí. Tú no ves que de noche no hacen más que picarme los ojos…Se empolvan y se acicalan con sus motas plateadas para lucir sus trajes de gala en las ventanas. Me gustaría pasearte, pero…
No importa caballito…Te voy a hacer una casa debajo del jazminero que hay en ese rincón del patio…Así no tienes que volver arriba. Te adornaré la cola con siemprevivas y bellalasonces, te bordaré una montura con hilos de seda y raso, te peinaré la crin con mi cepillo y te pondré mis cintas y mis lazos…Me vestiré con trajes de princesa para salir por los caminos de los cuentos de hadas.
La niña continuó hablando y hablando, sin percatarse de que la tarde fue arreando las nubes porque ya las estrellas se empezaban a acomodar en sus ventanas, Cuando miró hacia el cielo, ya no estaba el caballo…Bueno, no me voy a entristecer por eso… Yo creo que te robó alguna estrella. Además no hubiera podido montarte porque eres solamente un caballo de aire, de puro aire. Y hay que ver lo que debe ser caerse desde tan lejos.
Si algún día monto un caballo, me monto en uno de verdad…Así me dé mucho miedo. (Y la niña, con paso decidido, agarró a su muñeca y se metió para la casa).
(Siempre guardamos el recuerdo de algún sueño como el del “Caballo de las Nubes Color de Rosa”, como si existiese un caballo que no llegamos a montar o un camino que no llegamos a recorrer…A los cuatro años, el sueño es parte de la vida, pero no cuesta mucho ponernos a soñar que todavía tenemos cuatro años).

*Tomado de Siete cuentos en voz baja (1983). Barquisimeto (Venezuela): Fondo Editorial Lara.

Caballito blanco*
Oscar Guaramato (escritor venezolano)

Para aquella época contaba siete o nueve años.
No preciso exactamente mi edad ni mi tamaño, pero cierto es que en ese constante evadirse de lo real a lo fantástico, en ese soñar despierto tan común en la niñez, que, muchas veces, da corporeidad a situaciones ilusas e insufla contornos reales a sutiles fantasías, yo, lo confieso, ansiaba ser dueño de un gran caballo blanco…
Sería, o era, un brioso caballo de plateadas crines y larga cola de sedoso brillo, con belfos tiernos e corazón de pan y alzado cuerpo d limpia porcelana y dentadura de carne de jazmín.
Me veía cabalgándolo altanero por valles y ciudades, donde las gentes aplaudían mi audacia de pequeño caballero y admiraban el brillo de mis polainas de charol.
Yo me tendía, cara al cielo, sobre la tierra caliente y gris, y hacía nacer gusanillos de sueños que buceaban golosos la pulpa blanda de mi mente, y entonces me era dado conducir, desde lejanos y extraños territorios, apretados y ariscos rebaños de ganado, o, al compás de marchas militares, guiar, por la calle principal de una luminosa y desconocida ciudad, un bizarro batallón de infantería.
Siempre era el héroe, el príncipe invencible de las grandes hazañas. Las multitudes me adoraban y temían.
No sé si en estas gloriosas situaciones mi rostro expresaba fiereza de capitán pirata, o la dulzura de un santo-niño conquistador de reinos.
Vagamente recuerdo que mi caprichosa personalidad estaba sujeta a mutaciones periódicas: a veces era un cacique combatiendo blancos intrusos, ansiosos de mi oro, o el blanco audaz que dispersaba tribus y se hacía dueño de fabulosas riquezas.
Fácilmente pasaba de rey poderoso a esclavo vengador; de amigo a enemigo de mi propia ficción.
Eran horas y horas de estar tendido sobre la tierra gris, abiertos los ojos a la lejanía azulosa, abandonado el cuerpo como un cascarón vacío, y la imaginación errante por senderos de humo, caminando a tientas, silenciosamente.
Con frecuencia volvía en mí cuando ya el atardecer arremansaba sombras para mecer el sueño de los pájaros.
Mi madre y yo vivíamos en una casa espaciosa, de húmedos y oscuros cuartos enladrillados. Una pequeña reja, plomiza y roída por los años, le daba entrada, y en el espacio que mediaba entre ésta y aquella crecían rojos rosales, limoneros enanos, y había un manto de yedra opaca que dibujaba diminutos arabescos en los claros cuarteles del jardincillo; luego, la boca negra de una galería, los cuartos con pesadas puertas color de almagre, la cocina que era un breve túnel manchado de ceniza y hollín, y, al final, el patio punteado de matojos, que tenía en el centro, como gala, un delgado naranjo que jamás dio frutos. Allí, ala sombra del árbol estéril, venía en mi busca el ensueño, y entonces me iba en mi caballo blanco, marcando dorados rumbos por tierras de la aventura.
Mi aballo no tenía nombre como otros caballos.
Tampoco moraba en residencia terrenal.
Pacía tras las nubes distantes, tras la jorobas de los cerros rasados por sombras de alas fugaces; me lo figuraba triscando rosas de azúcar, o galopando incansable sobre senderos de almendras, en un prado de lirios agridulces cruzado por arroyuelos de miel.
¡Mi caballo vivía más allá del relámpago y la estrella!
Así lo soñé una noche. Trotaba alegremente y perecía reír, pues, al mirarme, su relincho fue un claro cascabel de gozo. Tenía una larga crin de hilos de luna y la cola espejeante, como un chorro de leche que se quedara sin caer, flameando tras las ancas vigorosas; y finos cascos de nácar, y pequeñas y erectas orejas, con mucho de caracol y de azucenas. Se me fue correteando por los caminos del cielo y yo le llamaba a gritos, pero él corría, corría… y la polvareda algodonosa de su huida formó una nube densa que me ocultó su imagen.
Entonces vino hasta mí la voz de mi madre. Le inquietaba eso de que yo gritase mientras dormía. Yo abrí los ojos. Otro día empezaba a nacer y mi madre aún cosía junto a mi lecho. La máquina de mano mordisqueaba la tela gomosa y el espolear menudo de la aguja hilaba un seco galope por los altos caminos de la madrugada.
Mi madre jugó un instante con mis cabellos, luego cubrióme con una frazada y me ordenó dormir. Y volví a encontrarme con mi amigo, pero, al seguir el ritmo de su paso, noté que no era igual: tenía como entumecidas las patas y, al moverlas, sonaban secamente, como gruñidos de engranajes sin aceite, como frases a media voz, surgiendo atropelladas entre unos dientes negros y oxidados. Pensé llamarlo, o lo llamé a gritos, pero entonces cesaron los sonidos y lentamente se fueron desdibujando los contornos albos, hasta quedar apenas un pequeño y delgado resplandor.
Desperté angustiado.
Sobre el piso del cuarto el amanecer burilaba ases de oro. Recostada sobre la máquina de coser; mi madre dormía profundamente.
Había estambres de sol posados en sus cabellos.
En aquella época –contaba siete o nueve años-, un acontecimiento inesperado cambió de pronto el rumbo de mi vida.
Un día mi madre me compró zapatos nuevos y un pantalón de lana.
Ya sus manos me habían hecho una camisa azul de suaves transparencias.
Una tarde me hizo vestir apresuradamente y después me llevó por calles y parques hasta una casa grande, y ahí me presentó a un hombre alto, de gestos elegantes y severo rostro, desde donde miraban afilados dos grandes ojos azules; tenía el pelo amarillo, como la barba de las mazorcas tiernas. Y también un velludo lunar en la mejilla.
Tuve deseos de decirle:
_¡Hola, verruguita!
Tal como me llamaban los chicos de la escuela; pero mi madre me llevó hasta él, y el hombre, tomándome del brazo, me miró un momento, y al cabo dijo, sonriendo apenas:
_Así era yo cuando tenía su edad…
Yo consulté en los ojos de mi madre sin saber qué hacer y entonces ella musitó a mi oído:
_Pídele la bendición: ¡es tu papá!
No dije nada. Un galopar de sangre asordaba mis sienes y las palabras no pudieron salir.
Cuánto desprecio y repugnancia sentí por aquel hombre desde el instante mismo en que lo conocí.
Era el culpable de ser yo como era: horriblemente rubio y con aquella fea verruga en la mejilla.
_El te llevará a Trinidad –dijo mi madre, al regresar a casa-.
_¿Para qué? –pregunté-.
_Allí estudiarás… -murmuró ella en un suspiro-.
_Es una isla extranjera, inglesa…
_¿Nos iremos en un barco?
_Sí: irán en un lindo barco…
_¡No quiero ir a Trinidad! –dije-.
Y rompí a sollozar. Ella me tomó en sus brazos y fuertemente me oprimió contra su pecho. Sentí caer, tibias, sus lágrimas sobre mi cuello, mientras decía:
_Debes ir…
Esa noche huí.
Desde entonces no he visto a mi madre.
Siempre está en mis recuerdos la intacta presencia de sus manos, y a veces, en sueños, he sentido en mi rostro su blanda caricia y es como si un caballo de algodón me lamiera en silencio la frente.
*Tomado de Cuentos en tono menor (1969). Caracas: Monte Ávila.
El niño que no quería leer*
Arturo Corcuera (escritor peruano).


Era un niño con unos ojazos hermosos, como los ojos del girasol.
En la escuela, la profesora le decía: “En tus pestañas alguna vez se va a enredar la luna”.
Él miraba con asombro las piruetas que hacía el colibrí, como si se supiera por él observado: se detenía, danzaba y se columpiaba en el aire. Luego giraba y se iba zumbando a repartir besos de jardín en jardín.
Por eso le dicen besaflor, pájaro-mosca, pájaro-aguja, chupa-mieles, pica-cucarda, zunzún, tente-en-el-aire.
El niño imitándolo se ponía a saltar y a dar vueltas como un trompo. Agitaba los brazos como alas en remolino.
Los libros los tiraba al canasto. Sus compañeros de escuela lo conocían como el niño que no quería leer.
Todos abrían sus libros.
Él asomaba a la ventana y se ponía a contar los pájaros o los luceros, según fuera de día o de noche.
“Está bien que sueñes y juegues y cantes y saltes, pero es también necesario que leas”, le recordaba suavemente su padre.
Los libros permanecían mudos.
No podían decirle que existió en la historia un rey con un caballo guerrero que donde ponía la pezuña no volvían a crecer flores.
Ni que una vez se abrió el mar, como las hojas de un libro, para que cruzara a la otra orilla un pueblo perseguido. Y cuando intentaron seguirlo el mar se volvió a cerrar.
Ni que en tiempos remotos salieron de las aguas, con sus respectivas esposas, cuatro hermanos para fundar un imperio. Tres de ellos se convirtieron en piedra.
Ahora son cerros.
Ni por asomo conocía los libros que el abuelo, con tantos esfuerzos, había reunido en su biblioteca, pensando que ésta sería fuente de sabiduría para sus hijos, sus nietos, sus biznietos y sus tataranietos: todo el árbol familiar de multiplicados ramajes.
El niño no le prestaba atención y continuaba entretenido con sus propias fantasías. Un libro para él era como un encierro en el ropero, como un tortazo cada una de sus páginas.
Todo era inútil. El niño no quería leer.
“Está bien que sueñes y juegues y cantes y saltes, pero es también necesario que leas”, le recordaba suavemente su padre.
Los libros permanecían mudos.
Mirándose al espejo, reparó un día sorprendido que sus ojos se estaban achicando. “Será efecto de las sombras”, musitó para sus adentros.
Sus ojos continuaron reduciéndose. “Será que no he dormido bien”, se consoló.
Otro día tuvo la sensación de mirar al mundo como por una rendija. “Todo es reflejo del cansancio”, repitió parpadeando.
Sentía los ojos cada vez más pequeños y que se enredaba en sus pestañas una nube, en lugar de la luna.
La verdad es que ya no cabía en sus ojos una rosa con todos sus pétalos. Tenía que mirarla pétalo por pétalo.
Con preocupación se percató que apenas veía sólo dos pies descalzos del infinito ciempiés.

El ciempiés que usaba medias y escarpines,
el ciempiés que fingía ser tren,
el ciempiés que quería ser bailarín,
el ciempiés que ganó a la liebre en la carrera
de los cien metros planos.
el    ciempiés que lloraba porque no podía montar bicicleta,
el ciempiés preparándose para ser equilibrista de circo,
el ciempiés que perdió sus botines en el bosque,
el ciempiés que compró una zapatería entera,
el ciempiés que metió cien goles de un solo disparo,
el ciempiés –ojo de uva y cara de nuez-
que tocaba cien pianos a la vez,
el ciempiés con muletas desde que se cayó a un barranco,
el ciempiés que en sus ensoñaciones
-enamorado de una golondrina-
Se volvía cien-alas y cien-corazones.


No  volvió a iluminarse la alegría en los ojos del niño.
Una mañana que estaba sentado muy afligido en su balcón,
Escuchó a unos chicos:
_¡Mira qué triste está el niño que no quería leer!
Así transcurrían sus días.
La visión del niño se hizo tan estrecha que no podía ver sino las cosas menudas: el agujero que hace el gorgojo en la lenteja a manera de nido; las patitas irrespetuosas de la mosca sobre la mesa; el granito de la dulce sal cocinera; la cabecita calva (sin ninguna idea) de los alfileres que no aprendieron a leer porque nunca fueron a la escuela.
 Y el niño no veía ni pizca del trébol que se ocultaba detrás de los geranios.
Un gran desaliento se apoderaba de él cada vez que se veía, con creciente dificultad, en el espejo. Empezó a temer que se le borraran los ojos de la cara como le había ocurrido a la luna por negarse a leer lo que escriben las estrellas fugaces en el firmamento.
Fue entonces que vio y se sintió atraído por la fascinación de unos dibujos en la portada de un libro. Decidió abrirlo y empezó a recrearse en sus páginas, llenas de granados de colores y de alucinantes aventuras, libro que antes había dormido el sueño de los justos, habitando los estantes empolvados del abuelo. En ellos también halló, sorprendido y desconcertado, un cuento que le llamó la atención: El niño que no quería leer.
Al principio, las letras minúsculas eran de su predilección. En los días sucesivos advirtió que ya podían ingresar con facilidad las mayúsculas en sus ojos reducidos.
Llegó, entusiasmado, a leer tanto que cuando volvió a mirarse en el espejo, ¡oh felicidad!, vio sonreír a un niño con unos ojazos hermosos, como los ojos del girasol.


*Tomado de Había una vez tres cuentos (2003). Lima: Noceda Editores.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Leyendas de las Américas



La flor del olivar

Carmen Lyra


Costa Rica



Este era un rey que tenía tres hijos. El mayor se llamaba Pedro, el del medio Juan y el menorcito José.

Estando el rey a punto de quedar ciego mandó a buscar al médico.

_Te curarás -dijo- con la flor del olivar.

Se procuró la flor por todas partes, pero no pudieron hallarla.

El rey estaba desesperado, cuando en esto Pedro se le acercó y le dijo:

_Taita, déme mi herencia, que yo voy a buscarla.

Así fue: recibió lo que le tocaba y cogió su camino.
Cuando ya había andado un buen trecho, se encontró con una viejita que le pidió una limosna por el amor de Dios. Pedro no se volteó siquiera a mirarla y continuó andando. Pasaron los tiempos y Pedro no regresaba; en tanto, Su Sacarría Majestad(1) continuaba agravándose. Entonces Juan pidió también su herencia y se fue a buscar la flor del olivar. Encontró, asimismo, a la viejita, a quien tampoco socorrió y siguió inútilmente adelante. Como el tiempo pasaba y los dos mayores no volvían, José dijo al rey:

_Taita, écheme la bendición que yo voy a rodar tierras por ver si consigo la flor.

El rey, con lágrimas en los ojos, lo bendijo y le dio un morral con avío para que comiera en el camino. En el trayecto se le apareció la anciana, demandándole una limosna. José se detuvo. Le dio de comer y le preguntó por la flor. Entonces ella le contestó:

_¡Ande, buen hijo! Coja por ese camino y en el alto de aquel cerro la encontrará.

José, muy contento, abrazó a la viejita y echó a andar hacia el cerro. Llegó allá, cortó la única que había y tomó el camino de regreso. Cuando ya había caminado un tanto, se encontró con sus hermanos que, tristes y derrotados, volvían al palacio del rey. Pedro y Juan, al ver a José con la preciosa flor, determinaron matarlo para quitársela. Así lo hicieron, y para que no quedaran huellas del crimen, enterraron el cadáver a la orilla del camino. Tomaron la flor y se la llevaron al padre, quien recuperó la vista e hizo grandes festejos para celebrar su curación.

De los cabellos de José nació una macolla de carrizo, cuyos cálamos azotados por el viento producían este canto lastimero:

Mis hermanos me han matado
por la flor del olivar.

Un pastor que pasaba por allí oyó la voz, y admirado por tan extraño fenómeno cortó una caña e hizo una flauta con ella; la sopló y entonces brotó la siguiente canción:

Pastorero, no me toques
ni me dejes de tocar,
mis hermanos me han matado
por la flor del olivar.

Corrió por todas partes la nueva de la flauta encantada, hasta que llegó a saberlo el rey. Éste, lleno de curiosidad, hizo traer al pastor y le pidió su instrumento maravilloso para ver si era verdad lo que contaba la gente. Lo tocó, y entonces la flauta cantó:

Padre mío, no me toques
ni me dejes de tocar,
mis hermanos me han matado
por la flor del olivar.

Su Sacarría Majestad, lleno de ira, hizo encarcelar a los asesinos y fue con el pastor al lugar donde estaba la macolla de carrizo; cavaron el suelo y encontraron el cuerpo de José, quien resucitó y volvió al palacio en compañía de su padre, donde todos fueron muy felices.

(1) Corrupción de Sacra y Real Majestad.

Texto tomado de Cabalgata con el sol (1955). Asociación de Mujeres de las Naciones Unidas. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.

martes, 3 de junio de 2008

El reino de Salvador Garmendia*

Ramelis Velásquez


El nombre de Salvador Garmendia ha sido una referencia imprescindible en los estudios sobre la narrativa de la literatura venezolana. Ciertamente, no se aporta nada al decir que Garmendia representa un incisivo examinador de las formas del lenguaje, hábil expositor e intérprete de la mirada del otro a través de la suya. Concreciones éstas de un talento desplegado y grabado en una extensa producción que abarca, con igual maestría, a la literatura infantil.

Esa lucidez con que radiografiaba lo cotidiano, su dualidad de espejo en mundos otros, y su diáfana prosa, creo, se deben a una humildad que le permitía comprender los tormentos y desvaríos del hombre, cuyo infortunio ha sido, desde siempre, desconocer cómo su múltiple presencia se adhiere, se funde, en realidades diversas. Sin duda, humildad de calidez humana que indagaba y pretendía justificar ese transitar en la vida que somos.

Fue además, Garmendia, uno de los pocos escritores que otorgó seriedad a la literatura infantil en el país en los últimos años. Nada difícil para él entrar en un mundo al cual pertenecía por naturaleza. Redibujar y trazar las coordenadas de un imaginario prolífico, llegar al niño, alcanzar su vuelo interior, siendo él un niño también, era, pues, un paso importante superado. Al tratar lo que aparentemente nos puede resultar sencillo en los cuentos, lograba dar con una singular filosofía de vida sin caer en trivialidades ni en expresiones incomprensibles para el pequeño lector. Esto ya nos dice que poseía un alto concepto de la niñez, lo cual ha sido el móvil principal que ha motivado la creación de una literatura infantil de calidad. Para una muestra basta con citar Galileo en su reino (Monte Ávila Editores, 1993).
Sugiere este cuento el nacimiento de la personalidad de un gato que se maravilla ante cada descubrimiento que hace de sí mismo. El llamado de la memoria de la especie lo expone Garmendia con una delicadeza y humanidad que enternecen. Galileo vive, pues, además de las siete vidas, la dualidad de su imaginario que lo inquieta y lo confunde. Sueño y vigilia se entrecruzan o, mejor dicho, se mezclan para dar paso a sensaciones de placer, por las cuales el gato se decide, firme y deliberadamente, al preferir estar la mayor parte del tiempo dormido.

Garmendia no se propone responder expresamente la interrogante elemental del cuento y la misma que se haría cualquier receptor: ¿Es que acaso los gatos sueñan? Demuestra que por lo menos otros escenarios emergen de un lugar que no tiene nombre, que no se puede ver ni tocar. Un lugar en donde nos sentimos vivos; tal vez, mucho más que en la realidad real.

Y por qué no decir que Galileo puede ser cualquier niño que esté experimentando sensaciones parecidas, cuando la sensualidad despunta y domina las expresiones del cuerpo y la mente. Un maullido salido desde lo más hondo es equiparable a un grito humano. El misterio que rodea a Galileo es igual al misterio que rodea al hombre que lo crea. Su delirio por la gata luna -la gata de cola blanca y esponjada- nos dice de un ser que quiere amar. Pero, qué curioso, esa luna que maúlla, igual que él, se encuentra sólo en el sueño. Es el símbolo de la hembra ideal, el sujeto (por no decir objeto) que nunca se alcanza, pero existe porque la mente y el deseo lo imponen.

Escribir para niños desde una mirada introspectiva -como lo hace nuestro Garmendia- dejando que la voz interior emerja, cobre forma y determine los acontecimientos, es un riesgo que pocos escritores venezolanos de literatura infantil asumen. Requiere una arquitectura del lenguaje que, si no se controla, termina convertida en un arma de doble filo, en donde la pérdida mayor será, justamente, la necesaria y esperada recepción de la obra. Existe una contradicción que no se logra resolver: algunos escritores para niños dicen que piensan en el lector cuando escriben, pero muchas veces la realidad del producto confirma que se olvidan de un receptor agudísimo, lapidario, irónico y de un no rotundo cuando la obra no logra su milagro.

Parece que es más cómodo y poco comprometedor elaborar historias totalmente ajenas al mundo interior del personaje, en donde no se proyecta el verdadero modus operandi del pensamiento infantil. Los hechos o aventuras conforman el eje central de una buena cantidad de cuentos marginándose el funcionamiento de una sicología especial. Esta última se convertiría en la materia prima que la intuición y el desprejuicio del escritor transformarían en signos sugerentes, con una palabra resonante y a través de imágenes que activarían en el niño una memoria poética.

Garmendia construye el monólogo de un gato sustentado en un lenguaje que no puede obviar cierta profundidad, ante la cual me parece admirable que no haya flaqueado. Escribió pensando en un niño crítico. Si se asumiera la escritura para seres que piensan, que osan instaurar un diálogo especial con su propia voz, a través de una mirada que todo lo interroga, cambiarían algunos factores que describen cierto comportamiento de la literatura infantil venezolana. Comportamiento éste que es cuestionado -o vislumbrado por instantes- sólo cuando fenómenos literarios como Harry Potter causan escozor y perturban a los escritores, y más aún, a las editoriales, y no precisamente como resultado de un constante ejercicio crítico sobre el discurso que se destina a los niños en el país.

Vemos, entonces, en Galileo en su reino cierta complejidad literaria que resulta más estimulante, puesto que induce al lector a un ejercicio de interpretación. Es el misterio del sueño un elemento que sirve en el relato para generar interrogantes que al final se multiplican. Se pretende con esto que sea el receptor quien realmente logre satisfacer las expectativas surgidas durante la lectura del cuento. Al respecto, uno de los factores que lo propiciaría sería la estructuración de la historia partiendo de ciertas premisas oficializadas por los cuentistas de oficio. En palabras de Guillermo Meneses, la narración debe ser en sí misma la demostración de un enigma (así se trate de un antiguo enigma), la portentosa realización de un milagro (así sea un milagro de todos los
días), la asombrosa afirmación del misterio... (En: Carrera, 1993:50). Es incuestionable que la historia, aun cuando se dirige al lector infantil, no debe descartar aquellos elementos que le otorgan su necesaria estructura de cuento.

Esta imagen del gato que desea permanecer dormido porque se siente mejor y porque la causa de su exaltación se encuentra allí, en ese mundo etéreo y real, se imprime en el lector por la capacidad que tiene de convocar su inquietud, curiosidad y emoción. Como bien lo sostiene la crítica española de literatura infantil Teresa Colomer (1996), la intensidad de las imágenes es lo que las inserta en un colectivo y es por ello que se pueden recordar pasajes de uno que otro relato (p.10). Lo esperado, sin duda, es que la funcionalidad social y estética de la historia contada se reafirme y, así, su propiedad de rescribirse en la mente de cada receptor. Estamos hablando de una función sociocognitiva elemental que patentiza al cuento en sus raíces más profundas y justifica su permanente elaboración.

De igual modo, podríamos suponer que la fuerza de la imagen -el roce o la unidad de los elementos que la nutren- dota a la historia -al asunto- de una función detonadora que comienza a operar en la mente del niño cuando ha ini­ciado la lectura. En el cuento que nos ocupa, la construcción de un imaginario conformado por impresiones que se articulan, que van hilándose en una suerte de tejido interminable es lo que mueve en el lector un universo de referentes. El sueño de Galileo representa el ovillo del cual se alimenta, justamente, ese entra­mado que es su vida y el mundo que le circunda.

Es el poder de la imagen -esa compleja concreción de la fantasía- lo que ha­ce interesante a un cuento para niños. Y más aún, las imágenes en los relatos -además de estimular la sensibilidad estética- hacen posible el desenvolvimien­to de la conducta y la toma de conciencia ante la realidad real. Asimismo, am­plían la experiencia del niño porque le permiten imaginar aquello que no ha visto y representárselo mediante el relato de otra persona (Vigotsky, 1999:13).

Galileo despierta a la vida en el sueño. Se hace adulto en un mundo que él mismo puede cambiar a su gusto. Y sueña porque afectivamente, se siente pleno. No huye de nadie; por el contrario, se asienta, se instala en su cesta de hilo, sím­bolo con el cual curiosamente va hilando su sueño permanente. No corre con la misma suerte el gato de la escritora austríaca Christine Nöstlinger (2000) que en un discurso autobiográfico comienza a hablar de su espíritu liberal, anónimo, de la importancia de no pertenecer a nadie y del insistente sentimiento de apropia­ción de los humanos. Más bien, se trata del desafío a la vigilia porque el gato de Nöstlinger no sueña. Ha tenido que responder a muchos nombres y, asimismo, ha tenido que defenderse en esas vidas diferentes porque no ha podido entender a los humanos: “Prefiero seguir siendo un gato libre (...), prefiero seguir siendo un gato hambriento, acatarrado, sucio, lleno de piojos y anónimamente libre” (pp.58-59).

El signo de indescifrable misterio que ha representado por siempre el gato es cautivante. Cualquier hombre que desee pasar por el mundo con la suavidad de una pisada felina, pero larga e inexplicablemente cíclica, sucumbe en su imagi­nación como posiblemente le sucedió a Garmendia al querer unir los techos noc­turnos bajo sus ágiles ancas. Hay, sin duda, en el cuento que nos ocupa un inte­rrogante a raíz de lo humano que hay en Galileo, a raíz del instinto, a raíz de la nostalgia y a raíz de lo deseado por el hombre ante la premura de estar en un mundo que no depare decepciones ni tristes fracasos.

Lo cierto es que Galileo, a diferencia de cualquier otro gato, tiene un reino. Un espacio que cualquier humano no podría nunca violar; un espacio grande que es también el reino de Garmendia. Y los dos sueñan: Galileo dibujado por un creador inolvidable, que se ha despojado de su humanidad ofreciéndosela para siempre, como lo ha hecho con todos los personajes que ha dejado en cada una de sus historias; y Garmendia que avanza despacio entre la hierba, rozándola, con la mirada fija en cada detalle, en cada fragmento, explorando ahora quién sabe qué otros mundos.

Referencias

Carrera, Gustavo L. (1993). “Aproximación a supuestos teóricos para un concepto del cuento”. En: Del cuento y sus alrededores. Caracas: Monte Ávila Latinoamericana.

Colomer, Teresa (2000). “Texto, imagen, imaginación”. EN: CLIJ, Nro. 130. Barcelona (España): Torre de Papel.

Garmendia, Salvador (1993). Galileo en su reino. Caracas: Monte Ávila Editores.

Nöstlinger, Christine (2000). Un gato no es un cojín. México: Alfaguara.

Vigotsky, L. S. (1999). Imaginación y creación en la edad infantil. La Habana: Pueblo y Educación.


*Trabajo tomado de la Revista Nacional de Cultura, Año LXIII, 2002, Nro. 323. Caracas: CONAC/La Casa de Bello.

La hormiga bajo la mirada poética

Ramelis Velásquez
La hormiga siempre ha inspirado al hombre. No solo ha sido un modelo de vida en colectivo y de orden, sino de creación artística presente en fábulas, proverbios, poemas y relatos. Constituye un signo de reflexión en todos los sentidos. Una filosofía de la hormiga nos advierte que ella es el símbolo del trabajo, la previsión y la armonía del ser en el reino animal, su inteligencia, su persistencia en hacer cumplir la memoria de la especie incluso ante el peligro natural o humano. Como si fuese una experta cartógrafa construye sobre la marcha el trazo de una ruta, y si se ve interrumpida lucirá desorientada por un instante, pero luego recobrará ese caminar tenaz con destino definido. Así es la hormiga de Chevige Guayke en el poema infantil Es una hormiga con su sombrilla, coeditado en el 2004 por la FAINE (Fundación Audiovisual Infantil Neoespartana), el Fondo Editorial del Caribe y el CONAC - Venezuela.

Con lupa en mano, este poeta de Crepuscolia creó la historia de una hormiga que desde varias ópticas plantea un gracioso juego de afinidad y significación durante la peripecia de cargar una hoja. Sombrilla, cielo y ala verdes, cobija, amiga, la hoja parece mimetizarse en cada uno de estos elementos mientras danza y baila en un desplazamiento constante con la hormiga. Ciertamente en la poesía para niños este fascinante insecto ha sido motivo de hermosas construcciones poéticas que nunca se agotan, puesto que la creación siempre será el resultado de una irreductible, única y valiosa manera de mirar, de sentir y de nombrar aquello que genera asombro y admiración. Y no menos atención merece, justamente, ese transitar perenne de la hormiga llevando trozos de la naturaleza para la edificación del espacio común y para garantizar la abundancia de alimento durante las lluvias o el invierno.

Las frecuentes disyuntivas que sugieren una doble interpretación de las imágenes que la hormiga forma en el jugueteo con la hoja, así como el encadenamiento metafórico sustentado en la negación de una figura con otra, marcan una acentuación rítmica y dotan de un carácter indeterminado al poema y, con mayor énfasis, a su final. Estos aspectos, además de la distribución gráfica de los versos y las divertidas ilustraciones realizadas por el artista Régulo Martínez, son los que estimulan, en una placentera lectura, la sensibilidad y la comprensión literarias en los niños y niñas:


La hoja camina
en el patio
pero no es ella
quien camina
quien camina
en el patio
es la hormiga que camina
con la hoja encima
(...)

La hoja es cobija
o
sombrilla
de la hormiga…

Es evidente que además de caminar y juguetear con la hoja verde, la hormiga puede cantar desde esa presencia plural que la caracteriza, tal como la imaginan Laura Devetach y Juan Lima en el libro La hormiga que canta, editado en el 2005 por Ediciones del Eclipse-Argentina. Estructurado por diez poemas, este libro se abre al deleite de los lectores niños, jóvenes y adultos. En fondos de intenso contraste y colorido presenta una gama de perspectivas que complementa y refuerza la imagen poética. Las hormigas parecen desplazarse por las páginas y marchan como si siguieran la jornada habitual, la ruta permanente que ni siquiera la magia de la poesía puede romper. Pequeñas y grandes, las hormigas cantan al unísono mientras miran el sol, la luna, o hacen mapas que “barre el viento”, y “pata con pata con pata” llevan pedazos, migajas de todo lo que consiguen a su paso.

La disposición de los poemas, los sonidos que genera el canto de la hormiga y la movilidad que aparentan las ilustraciones, invitan a interaccionar con una composición doble y profundamente entrelazada entre la dimensión textual de la palabra y la de orden pictórico, aspectos que definen y determinan la elaboración del libro-álbum.

Un rasgo interesante que introduce Laura Devetach en el libro es la posibilidad de ver en el trabajo de la hormiga el transcurrir de la creación poética que comienza a configurarse desde el poema 7: “Aquí el poema no está./ Lo llevaron las hormigas/ picadito/ picadito/ en zig/ zag/ en zig/ zag / en zig/ zag/ en zig/ zag/ en zig/ zag/ ¿En qué hoja/ de qué rama/ de qué planta/ lo armarán?” y concluye en el poema 10: “Azúcar negra/ la tierra/ dibujando un ojo negro/ y las hormigas/ que juegan/ a/ me/ ter/ ver/ sos/ a/ den/ tro”.

Estos libros muestran lo que es capaz de hacer la hormiga cuando el ingenio y la creatividad del poeta la mueven. Cada figura concebida propone ideas estimulantes en cuanto al trabajo poético que se puede realizar con los niños, en cuanto a ese acercamiento necesario para hacer que la palabra se despoje del lastre cotidiano y transite otros espacios.

La hormiga de Chevige Guayke camina y “piesmina” en una alegoría que crece, aumenta y cambia en función de las miradas que operan en el propio poema: la hormiga se ve a sí misma, es observada por una niña y, al final, quizás sujeta a la perspectiva que otorga la distancia, una pajarita desde lo alto poetiza sobre la niña que ve a la hormiga y, simultáneamente, sobre esta última y la hoja. Es como un juego de bumerang donde la voz poética garantiza, indudablemente, el regreso de la imagen transformada en otra cosa.

La hormiga de Laura Devetach canta mientras introduce versos en el hoyo de la tierra. Es la idea de la conformación del poema que resuena también en el canto como un componente que en la totalidad del libro resulta de peso y de considerable importancia, en función de las posibles interpretaciones que puede generar en el proceso de lectura.

Un cosquilleo producen estos dos libros de poesía infantil cuando se leen, un cosquilleo que lleva a repetir la lectura una y varias veces para disfrutar de la belleza que contienen. Un hormigueo que vale la pena sentir.

Referencias


Devetach, Laura y Lima, Juan (2005). La hormiga que canta. Buenos Aires: Ediciones del Eclipse.

Guayke, Chevige (2004). Es una hormiga con su sombrilla. Venezuela: FAINE (Fundación Audiovisual Infantil Neoespartana), Fondo Editorial del Caribe y CONAC.


*Tomado de Poda, Revista Latinoamericana de Poesía, Nro. 6, 2008, Barcelona (Venezuela): Fondo Editorial del Caribe.

viernes, 23 de mayo de 2008

Bienvenidos a mi espacio

Hola amigos:

He creado este espacio para compartir con ustedes una de mis pasiones (mi trabajo diario de creación, crítica y docencia) y una de mis razones de vida: la literatura infantil y juvenil. Hay muchísimo que decir al respecto y este es el lugar para expresar ideas y posiciones que ayuden a muchas personas interesadas a comprender lo que significa e implica la literatura destinada a niños y adolescentes.

Pronto compartiré con ustedes artículos, lecturas, libros, etc.

La literatura infantil y juvenil al alcance

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Edgar Clément

SOBRE LA AUTORA

Ramelis Velásquez (1968). Autora venezolana. Realizó estudios de Letras en la Universidad Central de Venezuela. Licenciada en Educación, mención Lengua (UNA) y Magíster en Educación Abierta y a Distancia por la misma institución, Terapeuta transpersonal, Coach ontológico. Narradora, ensayista e investigadora de la literatura infantil y juvenil. Se ha destacado como cuentista, así como ensayista de temas sobre poesía y narrativa, en especial, las que han sido dirigidas a niños, niñas y adolescentes. Su labor de investigadora se ha centrado en el proceso de recepción de las obras destinadas a los jóvenes lectores. Ha facilitado talleres de teoría y crítica de la LIJ y sobre el proceso de lectura. Correctora de la revista latinoamericana de poesía Poda (Fondo Editorial del Caribe, Barcelona, estado Anzoátegui). Ha publicado diversos ensayos y cuentos en antologías y en portales literarios de la Web. Es autora de ocho libros. Ganadora de la II Bienal Nacional de Literatura "Julian Padrón" 2013. Ha sido docente de pregrado y postgrado. Actualmente se dedica a la terapia transpersonal, a la docencia en Educación Media y a sus proyectos literarios.