Paramaconi, el caimán que vence a los
monstruos de Ulises
Ramelis Velásquez
Ulises es un
niño que juega en el jardín de su casa. Yo paso todas las tardes frente a la
puerta y lo veo distraído, sentado, moviendo los labios como hablando con alguien
que solo él conoce. Ulises tiene cinco años. Su pelo enroscado brilla tanto
como sus ojos cafés. Yo soy mayor que él –unos cinco años más-, lo saludo “Hola
pequeñín” y él apenas si voltea, apenas si advierte que estoy allí, quizás tan
invisible como quien lo acompaña, lo estoy viendo y sé de sus picardías, sé que
los carros no se le han perdido, los carritos que le dejó su papá la última vez
que estuvieron juntos deslizándolos por el filo de la jardinera. Cuando le diga
a su amigo que lo ayude a buscarlos, yo también quisiera estar allí con él
rastreando los rincones de la casa, haciendo las veces que busco unos carritos
que siempre han estado en los bolsillos de su pantalón. Pero no puedo porque su mamá no me quiere ver cerca. Es una señora
desconfiada. Tal vez la soledad sea la culpable de eso. Mi mamá me dice que la
comprenda porque le ha tocado vivir situaciones difíciles (ella sabe la
historia de la mamá de Ulises) y el niño es el único motivo que tiene para
seguir adelante. Cree que yo le quité los juguetes a su hijo y no sé cómo
decirle que él los esconde y habla siempre con alguien a quien le pide que lo
ayude a buscarlos. Bueno, eso es lo que yo imagino cuando paso por allí y no
veo los carritos por ningún lado.
Su mamá también
habla sola y mueve las manos haciendo gestos como si alguien estuviese con
ella. Hoy en la mañana la vi leer el periódico. Yo caminé al colegio,
haciéndome el desentendido o esperando un saludo cariñoso como señal de que ya
no piensa cosas malas de mí. Ella estaba allí, recostada a un lado del kiosco de
la esquina de la cuadra donde se encuentran nuestras casas. La vi buscando como
desesperada no sé qué en alguna sección. Le pagó al señor Marín, el kiosquero, y
avanzó con la mirada perdida entre la llovizna y los repentinos sacudones de
brisa fría. Estaba triste, sus lágrimas formaban un pequeño diluvio en su
rostro y hasta pude ver un remolino, no miento. Cuando pasó cerca de mí casi me
ahogué en su diluvio nada más con mirarla. Creo que se debe al padre de Ulises.
Alguna vez lo conocí, pero solo por casualidad
una tarde que me quedé con el niño cuidándolo, haciéndole compañía en sus juegos,
hasta que su padre llegó con su barba abundante, abrazándolo y sacando de uno
de sus bolsillos unos caramelos y los carritos. Su papá es checoslovaco –una
palabra que me costó un poco aprenderla- y se la pasa de aquí para allá, sin
lugar definido donde vivir. He oído que no puede llevar una vida normal, no sé
ni entiendo por qué. Lo único que sé es que cuando ve a su hijo es como si absorbiera
la luz del sol por completo porque sus ojos brillan tanto como los de Ulises.
Creo que lo quiere mucho y es posible que se dedique sólo a jugar con él, a
abrazarlo repetidas veces, porque sabe que no puede estar mucho tiempo.
Ulises tiene una
abuela, la mamá de su papá. Vive allí con su nuera y apenas si puede vérsele
los domingos cuando sale vestida de negro, lentes oscuros, pañoleta y sandalias
anticuadas para ir a misa. Las señoras del barrio que van a la iglesia, la
pequeña, pero acogedora iglesia del barrio, la miran y cuchichean como intrigadas
de que salga ese día casi como un murciélago fugaz en la claridad y vaya solo a
la catedral. Es una señora de gesto duro y silencio infinito; uno se da cuenta
que no se le puede hablar. “Lleva el regaño adelantado en el rostro”, dice mi
tía Paula revirando los ojos, porque una vez se llegó hasta la puerta de su
casa para venderle un número de una batidora que estaba rifando y la abuela
desalmada, malhumorada, le contestó que mejor fuese a batir sus neuronas. La
verdad es que fue muy atrevida con mi tía, aunque en ocasiones mi mamá y yo
casi le damos la razón a la señora.
Creo que los
adultos tienen un mundo bastante enmarañado y muchas veces aburrido cuando han
perdido los motivos para reír. Y allí en la casa de Ulises hace tiempo la risa
no aparece, hace tiempo mi amigo está en una soledad casi parecida a la de los
adultos que viven con él y eso no me gusta. Sólo los juguetes parecen los
únicos habitantes de la casa. Yo quiero a Ulises, creo que debe reír como yo y,
si respeto la promesa que hice, voy a protegerlo porque soy su hermano mayor,
su hermano de corazón. Además, los dos tenemos nombres de hombres importantes
que vivieron aventuras y se enfrentaron a obstáculos. Algo me habló la maestra de
los cíclopes o las sirenas que cantaban como bellas doncellas para atraer a los
navegantes, pero luego, resultaban monstruos marinos cuando los hombres se
acercaban hipnotizados por el canto… O cuando en un reino perdido los
compañeros de Ulises (mi papá me dice que eran esclavos del héroe y no sé si
creerle) fueron convertidos en cerdos por una hechicera malvada (muy parecida a
la abuela de Ulises). Pero no, nada de eso puede ocurrir ni con mi amigo ni
conmigo.
El nombre de
Ulises es interesante como el mío. Mi nombre es Paramaconi. Aquella vez cuando
conocí a su papá, le pregunté si él se llamaba como su hijo y contestó que sí
alborotándome el cabello. Le pregunté de dónde era ese nombre y me dijo que de
la mitología griega y, entonces, cuando seguí con las preguntas me respondió
que le gustaría conversar conmigo, pero debía estar con su hijo porque eran
pocas las veces que podía verlo. Al día siguiente le pedí a la maestra que me
explicara qué era eso de la mitología griega y entonces me dijo un montón de
cosas que estoy ordenándolas en mi mente y hasta las he anotado en un cuaderno
para que no se me olviden. También leí algo en Internet. Mi nombre también
pertenece a una historia, pero a una más real, a una que es indígena, llena de
batallas y defensas contra los invasores españoles, eso me lo dijo mi abuela
Encarnación. Paramaconi significa “caimán pequeño”; es como imaginar que ese caimán
pequeño nace de la tierra. Yo soy un caimán con alma de tierra.
El señor Ulises
sacó de su bolso una piedra de coral y me hizo prometerle que sería amigo de su
hijo, como un hermano mayor, y puso la pieza en mi mano en señal de que era un
compromiso. Me dijo: “Cuando veas la piedra estarás siempre pendiente de lo que
prometiste”. Por eso, cuando miro a Ulises jugar solo en el jardín y hablar
como si estuviese acompañado aprieto la piedra que llevo en el bolsillo de mi
pantalón y recuerdo mi promesa. Pero ¿cómo vuelvo a entrar en su casa?
He pensado en un
plan para acercarme a Ulises. Debo convencerlo de que hay unas aventuras que
podemos vivir juntos. Es cierto que la brisa marina hace reír a la gente.
Quiero que Ulises ría y sea feliz para que cuando llegue a adulto no olvide
nunca que una vez vivió aventuras extraordinarias con un amigo de infancia. Para
que sus enojos no sean tan largos, para que no herede el regaño adelantado en
su rostro, para que no se sienta ni hable solo por la calle.
He pensado que
puedo invitar a Ulises a un paseo en el barco grande de mi tío Toño José que es
pescador. El barco está fondeado en la bahía de Juan Griego. A veces me ha llevado
con él y veo cómo se hace a la pesca y me imagino que las sirenas saltarán de
un momento a otro como los delfines cuando siguen el curso del barco. He
pensado que sería fabuloso tener una aventura en altamar y luchar contra monstruos
o leviatanes. Y después, en el descanso, dejar que la lluvia caiga en nuestros
rostros por largo rato o ver los peces luminosos que por momentos alumbran la
ruta de navegación en las noches como mensajeros de la luna.
Es posible que
Ulises vuelva a reír y deje de hablar con seres invisibles, aunque mi abuela me
diga que tenga paciencia con él porque está enfermo, porque está perdido como
en un túnel y nadie puede entrar en él. Pero es que él en realidad no está
enfermo. Solamente está en su mundo como yo estoy en el mío que no es tan
distinto al suyo y si unimos nuestras fantasías, yo puedo acompañarlo, cuidarlo
como su hermano mayor, entonces algún día, claro que sí, algún día él me
contará a mí qué le parecieron nuestras aventuras.
Hace tres días
le pedí a mi tío que hiciera algo por mí. Le dije que hablara con Sofía, la
mamá de Ulises, para que le permitiera navegar con nosotros. Mi tío me dijo que
debíamos invitarla a ella también. Pensándolo mejor creo que a la señora Sofía le
hace falta ver el mar. Pero tuvo que intervenir mi mamá para convencerla de que
le haría bien a los dos respirar la brisa marina (y hasta a los tres si su
suegra se sumaba).
Salimos el
viernes de madrugada. Tío Toño José decidió no hacer faena y nos regaló un
paseo por el archipiélago Los Testigos. Ulises estaba sentado, distraído como
siempre, mientras Sofía hablaba con mi
mamá. De pronto vimos los delfines saltando y siguiendo al barco, también
aparecieron unos cachalotes. Todos estábamos eufóricos viendo aquel espectáculo
y cuando giré, como lo hacía cada cierto tiempo para ver a mi amigo, me percaté
de que Ulises no estaba sentado. Lo busqué con la mirada por el perímetro del
barco y allí estaba, a un costado, cerca de la proa, señalando a los delfines y
gritando como los demás. Cuando le avisé a su mamá para que lo viera, ella se
quedó paralizada como si estuviese ante un espanto y corrió a abrazarlo. Los
demás estábamos con la boca abierta de la impresión. Lo levantó en sus brazos y
empezó a señalar con él los cachalotes, ella le hacía preguntas y él le
contestaba como si nada hubiese ocurrido, como si hubiese despertado de un
sueño profundo o hubiese llegado de un largo viaje en donde luchó contra los
obstáculos más terribles y monstruosos.
Desde entonces,
desde ese día inolvidable, soy el hermano mayor de Ulises, quien ahora ha
emprendido un viaje donde hay personas de carne y hueso con las que habla. La
mamá de Ulises y su abuela casi me adoptan porque no quieren que salga de su
casa.
Yo soy Paramaconi, el caimán pequeño que cuida
la tierra, el caimán que ruge a los monstruos que quieran invadir los sueños de
Ulises.