miércoles, 10 de septiembre de 2008


La niña que soñaba*
Rosario Anzola (poeta, investigadora, docente y cantautora venezolana)
(De cuando María Elisa tenía cuatro años)

(A los cuatro años el sueño es parte de la vida, como el aire o el sol o la comida. A los catorce años el sueño es parte del futuro, como la certeza de seguir viviendo. A los veinticuatro años el sueño es parte de una vida secreta que es necesario compartir. A los treinta y cuatro años el sueño está ubicado en la noche porque están todas las cosas asentadas. A los cuarenta y cuatro años el sueño comienza a tener algo de ayer y algo de mañana. A los cincuenta y cuatro años el sueño se desliza de nuevo por el día. Después de los sesenta y cuatro años, el sueño vuelve a ser urgencia, o parte de la vida como el aire o el sol o la comida).
Una  vez hubo una niña que le tenía mucho miedo a los caballos. Un día estaba mirando el cielo del patio y vio que las nubes se habían congregado en una alegre fiesta de rosados… Había distintas formas y colores, desde blancas con ramalazos rosa hasta unas nubes larguruchas que mostraban sus morados…Ya se le iban cansando los ojos, de tanto mirar y mirar, cuando de pronto apareció, ante su propio asombro, un radiante caballo que le hacía cabriolas desde una nube polvorienta. La niña, que soñaba, se apoderó de él y (con el consentimiento de la muñeca que llevaba en los brazos) le dio el nombre de “Caballo de las Nubes Color de Rosa”.
La niña era impetuosa y hablachenta, pero el caballo no quería hablar absolutamente nada. Lo único que se le oía era unas campanas de plata que llevaba amarradas a loas patas y que recordaban, de repente, a la música de “Arroz con Leche”. La niña no perdió su entusiasmo y comenzó a llamarlo desde el patio. Caballito –le dijo- Ven aquí…Jugaremos…Te montaré para que me lleves por todo el cielo a pasear…
De pronto, y con un galope vaporoso y musical, el caballo decidió por fin bajar hasta ella, colocándose una nube más abajo. No sé si pueda llevarte a pasear, porque soy el caballo que pasea las estrellas y… ¿sabes una cosa? (le dijo como en secreto y mirando para todos lados) son celosísimas…Hasta se pelean por mí. Tú no ves que de noche no hacen más que picarme los ojos…Se empolvan y se acicalan con sus motas plateadas para lucir sus trajes de gala en las ventanas. Me gustaría pasearte, pero…
No importa caballito…Te voy a hacer una casa debajo del jazminero que hay en ese rincón del patio…Así no tienes que volver arriba. Te adornaré la cola con siemprevivas y bellalasonces, te bordaré una montura con hilos de seda y raso, te peinaré la crin con mi cepillo y te pondré mis cintas y mis lazos…Me vestiré con trajes de princesa para salir por los caminos de los cuentos de hadas.
La niña continuó hablando y hablando, sin percatarse de que la tarde fue arreando las nubes porque ya las estrellas se empezaban a acomodar en sus ventanas, Cuando miró hacia el cielo, ya no estaba el caballo…Bueno, no me voy a entristecer por eso… Yo creo que te robó alguna estrella. Además no hubiera podido montarte porque eres solamente un caballo de aire, de puro aire. Y hay que ver lo que debe ser caerse desde tan lejos.
Si algún día monto un caballo, me monto en uno de verdad…Así me dé mucho miedo. (Y la niña, con paso decidido, agarró a su muñeca y se metió para la casa).
(Siempre guardamos el recuerdo de algún sueño como el del “Caballo de las Nubes Color de Rosa”, como si existiese un caballo que no llegamos a montar o un camino que no llegamos a recorrer…A los cuatro años, el sueño es parte de la vida, pero no cuesta mucho ponernos a soñar que todavía tenemos cuatro años).

*Tomado de Siete cuentos en voz baja (1983). Barquisimeto (Venezuela): Fondo Editorial Lara.

Caballito blanco*
Oscar Guaramato (escritor venezolano)

Para aquella época contaba siete o nueve años.
No preciso exactamente mi edad ni mi tamaño, pero cierto es que en ese constante evadirse de lo real a lo fantástico, en ese soñar despierto tan común en la niñez, que, muchas veces, da corporeidad a situaciones ilusas e insufla contornos reales a sutiles fantasías, yo, lo confieso, ansiaba ser dueño de un gran caballo blanco…
Sería, o era, un brioso caballo de plateadas crines y larga cola de sedoso brillo, con belfos tiernos e corazón de pan y alzado cuerpo d limpia porcelana y dentadura de carne de jazmín.
Me veía cabalgándolo altanero por valles y ciudades, donde las gentes aplaudían mi audacia de pequeño caballero y admiraban el brillo de mis polainas de charol.
Yo me tendía, cara al cielo, sobre la tierra caliente y gris, y hacía nacer gusanillos de sueños que buceaban golosos la pulpa blanda de mi mente, y entonces me era dado conducir, desde lejanos y extraños territorios, apretados y ariscos rebaños de ganado, o, al compás de marchas militares, guiar, por la calle principal de una luminosa y desconocida ciudad, un bizarro batallón de infantería.
Siempre era el héroe, el príncipe invencible de las grandes hazañas. Las multitudes me adoraban y temían.
No sé si en estas gloriosas situaciones mi rostro expresaba fiereza de capitán pirata, o la dulzura de un santo-niño conquistador de reinos.
Vagamente recuerdo que mi caprichosa personalidad estaba sujeta a mutaciones periódicas: a veces era un cacique combatiendo blancos intrusos, ansiosos de mi oro, o el blanco audaz que dispersaba tribus y se hacía dueño de fabulosas riquezas.
Fácilmente pasaba de rey poderoso a esclavo vengador; de amigo a enemigo de mi propia ficción.
Eran horas y horas de estar tendido sobre la tierra gris, abiertos los ojos a la lejanía azulosa, abandonado el cuerpo como un cascarón vacío, y la imaginación errante por senderos de humo, caminando a tientas, silenciosamente.
Con frecuencia volvía en mí cuando ya el atardecer arremansaba sombras para mecer el sueño de los pájaros.
Mi madre y yo vivíamos en una casa espaciosa, de húmedos y oscuros cuartos enladrillados. Una pequeña reja, plomiza y roída por los años, le daba entrada, y en el espacio que mediaba entre ésta y aquella crecían rojos rosales, limoneros enanos, y había un manto de yedra opaca que dibujaba diminutos arabescos en los claros cuarteles del jardincillo; luego, la boca negra de una galería, los cuartos con pesadas puertas color de almagre, la cocina que era un breve túnel manchado de ceniza y hollín, y, al final, el patio punteado de matojos, que tenía en el centro, como gala, un delgado naranjo que jamás dio frutos. Allí, ala sombra del árbol estéril, venía en mi busca el ensueño, y entonces me iba en mi caballo blanco, marcando dorados rumbos por tierras de la aventura.
Mi aballo no tenía nombre como otros caballos.
Tampoco moraba en residencia terrenal.
Pacía tras las nubes distantes, tras la jorobas de los cerros rasados por sombras de alas fugaces; me lo figuraba triscando rosas de azúcar, o galopando incansable sobre senderos de almendras, en un prado de lirios agridulces cruzado por arroyuelos de miel.
¡Mi caballo vivía más allá del relámpago y la estrella!
Así lo soñé una noche. Trotaba alegremente y perecía reír, pues, al mirarme, su relincho fue un claro cascabel de gozo. Tenía una larga crin de hilos de luna y la cola espejeante, como un chorro de leche que se quedara sin caer, flameando tras las ancas vigorosas; y finos cascos de nácar, y pequeñas y erectas orejas, con mucho de caracol y de azucenas. Se me fue correteando por los caminos del cielo y yo le llamaba a gritos, pero él corría, corría… y la polvareda algodonosa de su huida formó una nube densa que me ocultó su imagen.
Entonces vino hasta mí la voz de mi madre. Le inquietaba eso de que yo gritase mientras dormía. Yo abrí los ojos. Otro día empezaba a nacer y mi madre aún cosía junto a mi lecho. La máquina de mano mordisqueaba la tela gomosa y el espolear menudo de la aguja hilaba un seco galope por los altos caminos de la madrugada.
Mi madre jugó un instante con mis cabellos, luego cubrióme con una frazada y me ordenó dormir. Y volví a encontrarme con mi amigo, pero, al seguir el ritmo de su paso, noté que no era igual: tenía como entumecidas las patas y, al moverlas, sonaban secamente, como gruñidos de engranajes sin aceite, como frases a media voz, surgiendo atropelladas entre unos dientes negros y oxidados. Pensé llamarlo, o lo llamé a gritos, pero entonces cesaron los sonidos y lentamente se fueron desdibujando los contornos albos, hasta quedar apenas un pequeño y delgado resplandor.
Desperté angustiado.
Sobre el piso del cuarto el amanecer burilaba ases de oro. Recostada sobre la máquina de coser; mi madre dormía profundamente.
Había estambres de sol posados en sus cabellos.
En aquella época –contaba siete o nueve años-, un acontecimiento inesperado cambió de pronto el rumbo de mi vida.
Un día mi madre me compró zapatos nuevos y un pantalón de lana.
Ya sus manos me habían hecho una camisa azul de suaves transparencias.
Una tarde me hizo vestir apresuradamente y después me llevó por calles y parques hasta una casa grande, y ahí me presentó a un hombre alto, de gestos elegantes y severo rostro, desde donde miraban afilados dos grandes ojos azules; tenía el pelo amarillo, como la barba de las mazorcas tiernas. Y también un velludo lunar en la mejilla.
Tuve deseos de decirle:
_¡Hola, verruguita!
Tal como me llamaban los chicos de la escuela; pero mi madre me llevó hasta él, y el hombre, tomándome del brazo, me miró un momento, y al cabo dijo, sonriendo apenas:
_Así era yo cuando tenía su edad…
Yo consulté en los ojos de mi madre sin saber qué hacer y entonces ella musitó a mi oído:
_Pídele la bendición: ¡es tu papá!
No dije nada. Un galopar de sangre asordaba mis sienes y las palabras no pudieron salir.
Cuánto desprecio y repugnancia sentí por aquel hombre desde el instante mismo en que lo conocí.
Era el culpable de ser yo como era: horriblemente rubio y con aquella fea verruga en la mejilla.
_El te llevará a Trinidad –dijo mi madre, al regresar a casa-.
_¿Para qué? –pregunté-.
_Allí estudiarás… -murmuró ella en un suspiro-.
_Es una isla extranjera, inglesa…
_¿Nos iremos en un barco?
_Sí: irán en un lindo barco…
_¡No quiero ir a Trinidad! –dije-.
Y rompí a sollozar. Ella me tomó en sus brazos y fuertemente me oprimió contra su pecho. Sentí caer, tibias, sus lágrimas sobre mi cuello, mientras decía:
_Debes ir…
Esa noche huí.
Desde entonces no he visto a mi madre.
Siempre está en mis recuerdos la intacta presencia de sus manos, y a veces, en sueños, he sentido en mi rostro su blanda caricia y es como si un caballo de algodón me lamiera en silencio la frente.
*Tomado de Cuentos en tono menor (1969). Caracas: Monte Ávila.
El niño que no quería leer*
Arturo Corcuera (escritor peruano).


Era un niño con unos ojazos hermosos, como los ojos del girasol.
En la escuela, la profesora le decía: “En tus pestañas alguna vez se va a enredar la luna”.
Él miraba con asombro las piruetas que hacía el colibrí, como si se supiera por él observado: se detenía, danzaba y se columpiaba en el aire. Luego giraba y se iba zumbando a repartir besos de jardín en jardín.
Por eso le dicen besaflor, pájaro-mosca, pájaro-aguja, chupa-mieles, pica-cucarda, zunzún, tente-en-el-aire.
El niño imitándolo se ponía a saltar y a dar vueltas como un trompo. Agitaba los brazos como alas en remolino.
Los libros los tiraba al canasto. Sus compañeros de escuela lo conocían como el niño que no quería leer.
Todos abrían sus libros.
Él asomaba a la ventana y se ponía a contar los pájaros o los luceros, según fuera de día o de noche.
“Está bien que sueñes y juegues y cantes y saltes, pero es también necesario que leas”, le recordaba suavemente su padre.
Los libros permanecían mudos.
No podían decirle que existió en la historia un rey con un caballo guerrero que donde ponía la pezuña no volvían a crecer flores.
Ni que una vez se abrió el mar, como las hojas de un libro, para que cruzara a la otra orilla un pueblo perseguido. Y cuando intentaron seguirlo el mar se volvió a cerrar.
Ni que en tiempos remotos salieron de las aguas, con sus respectivas esposas, cuatro hermanos para fundar un imperio. Tres de ellos se convirtieron en piedra.
Ahora son cerros.
Ni por asomo conocía los libros que el abuelo, con tantos esfuerzos, había reunido en su biblioteca, pensando que ésta sería fuente de sabiduría para sus hijos, sus nietos, sus biznietos y sus tataranietos: todo el árbol familiar de multiplicados ramajes.
El niño no le prestaba atención y continuaba entretenido con sus propias fantasías. Un libro para él era como un encierro en el ropero, como un tortazo cada una de sus páginas.
Todo era inútil. El niño no quería leer.
“Está bien que sueñes y juegues y cantes y saltes, pero es también necesario que leas”, le recordaba suavemente su padre.
Los libros permanecían mudos.
Mirándose al espejo, reparó un día sorprendido que sus ojos se estaban achicando. “Será efecto de las sombras”, musitó para sus adentros.
Sus ojos continuaron reduciéndose. “Será que no he dormido bien”, se consoló.
Otro día tuvo la sensación de mirar al mundo como por una rendija. “Todo es reflejo del cansancio”, repitió parpadeando.
Sentía los ojos cada vez más pequeños y que se enredaba en sus pestañas una nube, en lugar de la luna.
La verdad es que ya no cabía en sus ojos una rosa con todos sus pétalos. Tenía que mirarla pétalo por pétalo.
Con preocupación se percató que apenas veía sólo dos pies descalzos del infinito ciempiés.

El ciempiés que usaba medias y escarpines,
el ciempiés que fingía ser tren,
el ciempiés que quería ser bailarín,
el ciempiés que ganó a la liebre en la carrera
de los cien metros planos.
el    ciempiés que lloraba porque no podía montar bicicleta,
el ciempiés preparándose para ser equilibrista de circo,
el ciempiés que perdió sus botines en el bosque,
el ciempiés que compró una zapatería entera,
el ciempiés que metió cien goles de un solo disparo,
el ciempiés –ojo de uva y cara de nuez-
que tocaba cien pianos a la vez,
el ciempiés con muletas desde que se cayó a un barranco,
el ciempiés que en sus ensoñaciones
-enamorado de una golondrina-
Se volvía cien-alas y cien-corazones.


No  volvió a iluminarse la alegría en los ojos del niño.
Una mañana que estaba sentado muy afligido en su balcón,
Escuchó a unos chicos:
_¡Mira qué triste está el niño que no quería leer!
Así transcurrían sus días.
La visión del niño se hizo tan estrecha que no podía ver sino las cosas menudas: el agujero que hace el gorgojo en la lenteja a manera de nido; las patitas irrespetuosas de la mosca sobre la mesa; el granito de la dulce sal cocinera; la cabecita calva (sin ninguna idea) de los alfileres que no aprendieron a leer porque nunca fueron a la escuela.
 Y el niño no veía ni pizca del trébol que se ocultaba detrás de los geranios.
Un gran desaliento se apoderaba de él cada vez que se veía, con creciente dificultad, en el espejo. Empezó a temer que se le borraran los ojos de la cara como le había ocurrido a la luna por negarse a leer lo que escriben las estrellas fugaces en el firmamento.
Fue entonces que vio y se sintió atraído por la fascinación de unos dibujos en la portada de un libro. Decidió abrirlo y empezó a recrearse en sus páginas, llenas de granados de colores y de alucinantes aventuras, libro que antes había dormido el sueño de los justos, habitando los estantes empolvados del abuelo. En ellos también halló, sorprendido y desconcertado, un cuento que le llamó la atención: El niño que no quería leer.
Al principio, las letras minúsculas eran de su predilección. En los días sucesivos advirtió que ya podían ingresar con facilidad las mayúsculas en sus ojos reducidos.
Llegó, entusiasmado, a leer tanto que cuando volvió a mirarse en el espejo, ¡oh felicidad!, vio sonreír a un niño con unos ojazos hermosos, como los ojos del girasol.


*Tomado de Había una vez tres cuentos (2003). Lima: Noceda Editores.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Leyendas de las Américas



La flor del olivar

Carmen Lyra


Costa Rica



Este era un rey que tenía tres hijos. El mayor se llamaba Pedro, el del medio Juan y el menorcito José.

Estando el rey a punto de quedar ciego mandó a buscar al médico.

_Te curarás -dijo- con la flor del olivar.

Se procuró la flor por todas partes, pero no pudieron hallarla.

El rey estaba desesperado, cuando en esto Pedro se le acercó y le dijo:

_Taita, déme mi herencia, que yo voy a buscarla.

Así fue: recibió lo que le tocaba y cogió su camino.
Cuando ya había andado un buen trecho, se encontró con una viejita que le pidió una limosna por el amor de Dios. Pedro no se volteó siquiera a mirarla y continuó andando. Pasaron los tiempos y Pedro no regresaba; en tanto, Su Sacarría Majestad(1) continuaba agravándose. Entonces Juan pidió también su herencia y se fue a buscar la flor del olivar. Encontró, asimismo, a la viejita, a quien tampoco socorrió y siguió inútilmente adelante. Como el tiempo pasaba y los dos mayores no volvían, José dijo al rey:

_Taita, écheme la bendición que yo voy a rodar tierras por ver si consigo la flor.

El rey, con lágrimas en los ojos, lo bendijo y le dio un morral con avío para que comiera en el camino. En el trayecto se le apareció la anciana, demandándole una limosna. José se detuvo. Le dio de comer y le preguntó por la flor. Entonces ella le contestó:

_¡Ande, buen hijo! Coja por ese camino y en el alto de aquel cerro la encontrará.

José, muy contento, abrazó a la viejita y echó a andar hacia el cerro. Llegó allá, cortó la única que había y tomó el camino de regreso. Cuando ya había caminado un tanto, se encontró con sus hermanos que, tristes y derrotados, volvían al palacio del rey. Pedro y Juan, al ver a José con la preciosa flor, determinaron matarlo para quitársela. Así lo hicieron, y para que no quedaran huellas del crimen, enterraron el cadáver a la orilla del camino. Tomaron la flor y se la llevaron al padre, quien recuperó la vista e hizo grandes festejos para celebrar su curación.

De los cabellos de José nació una macolla de carrizo, cuyos cálamos azotados por el viento producían este canto lastimero:

Mis hermanos me han matado
por la flor del olivar.

Un pastor que pasaba por allí oyó la voz, y admirado por tan extraño fenómeno cortó una caña e hizo una flauta con ella; la sopló y entonces brotó la siguiente canción:

Pastorero, no me toques
ni me dejes de tocar,
mis hermanos me han matado
por la flor del olivar.

Corrió por todas partes la nueva de la flauta encantada, hasta que llegó a saberlo el rey. Éste, lleno de curiosidad, hizo traer al pastor y le pidió su instrumento maravilloso para ver si era verdad lo que contaba la gente. Lo tocó, y entonces la flauta cantó:

Padre mío, no me toques
ni me dejes de tocar,
mis hermanos me han matado
por la flor del olivar.

Su Sacarría Majestad, lleno de ira, hizo encarcelar a los asesinos y fue con el pastor al lugar donde estaba la macolla de carrizo; cavaron el suelo y encontraron el cuerpo de José, quien resucitó y volvió al palacio en compañía de su padre, donde todos fueron muy felices.

(1) Corrupción de Sacra y Real Majestad.

Texto tomado de Cabalgata con el sol (1955). Asociación de Mujeres de las Naciones Unidas. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.

La literatura infantil y juvenil al alcance

La literatura infantil y juvenil al alcance
Edgar Clément

SOBRE LA AUTORA

Ramelis Velásquez (1968). Autora venezolana. Realizó estudios de Letras en la Universidad Central de Venezuela. Licenciada en Educación, mención Lengua (UNA) y Magíster en Educación Abierta y a Distancia por la misma institución, Terapeuta transpersonal, Coach ontológico. Narradora, ensayista e investigadora de la literatura infantil y juvenil. Se ha destacado como cuentista, así como ensayista de temas sobre poesía y narrativa, en especial, las que han sido dirigidas a niños, niñas y adolescentes. Su labor de investigadora se ha centrado en el proceso de recepción de las obras destinadas a los jóvenes lectores. Ha facilitado talleres de teoría y crítica de la LIJ y sobre el proceso de lectura. Correctora de la revista latinoamericana de poesía Poda (Fondo Editorial del Caribe, Barcelona, estado Anzoátegui). Ha publicado diversos ensayos y cuentos en antologías y en portales literarios de la Web. Es autora de ocho libros. Ganadora de la II Bienal Nacional de Literatura "Julian Padrón" 2013. Ha sido docente de pregrado y postgrado. Actualmente se dedica a la terapia transpersonal, a la docencia en Educación Media y a sus proyectos literarios.